miércoles, 25 de abril de 2012

JOSÉ MARI ANGULO: "Vía crucis inacabado"

Paseaba por la calle Mayor rememorando tiempos pasados cuando me detuve frente al viejo Gran Casino, cerrado hace años. Recordé a Jesús, el dueño, con el que mantenía una buena amistad.

En el pueblo le llamaban “el rey de los judíos” y, como todos los motes, estaba muy bien puesto. Cuando regentaba la cafetería, la cantidad de las consumiciones menguaba al tiempo que subían los precios por momentos. Nunca existió cliente o amigo al que invitase a tomar algo. Jesús se enorgullecía del apodo porque lo atribuía, ingenuamente, a su papel en la procesión del Viernes Santo, donde todos los años representaba a Cristo en el camino a la crucifixión.  Su vida se centraba en la preparación de ese espectáculo. Llevaba varios años jubilado, pero mantenía un rígido programa de entrenamiento, intentando imitar al personaje. Seguía una estricta dieta vegetariana, combinada con una intensa preparación física. Incluso presumía de su virginidad. Practicaba el culto a su cuerpo, que gustaba exhibir públicamente por calles y paseos, ante las sonrisas de quienes le conocían.

Inesperadamente, apareció frente a mí “el rey de los judíos”. Vestía su acostumbrado atuendo formado por un bañador de los años 70 y zapatillas deportivas. El pecho y la espalda, curtidos por el aire, lucían un moreno exagerado. El pelo, rizado hasta los hombros, era canoso entremezclado con mechones de un rubio llamativo que evidenciaba el efecto del agua oxigenada. La carne tensa y vigorosa que tenía tiempo atrás, presentaba un aspecto flácido. 

—¡Estás como siempre, Jesús! En bañador y a seis grados de temperatura —le dije al saludarle.

—Chechu, seguro que has regresado al pueblo para verme morir con la cruz —contestó con orgullo.

—¡Por supuesto! Mañana estaré en primera fila. 
—No te lo pierdas. Con los años he conseguido vivir el calvario, en vez de representarlo.

Iniciaba la procesión una compañía de centuriones romanos que desfilaba al son de una banda de tambores y trompetas. Tras ellos  marchaba el condenado. Vestía una túnica blanca, ceñida al cuerpo por un cordón en la cintura. Descalzo y con una corona de espinas en la cabeza, Jesús, encorvado, sostenía entre sus manos una enorme cruz de madera que arrastraba con esfuerzo.

En la Plaza Nueva, lugar de la primera caída, se amontonaba un gentío ansioso de presenciar la interpretación del protagonista. Venía sudoroso y se tambaleaba al compás del redoble de los tambores. Su cara reflejaba cansancio y sus manos sujetaban con fuerza la cruz, como si temiese perderla. Al llegar al sitio establecido, simuló un tropezón, soltó la cruz y cayó de bruces sobre el empedrado. Varias mujeres lanzaron gritos de sorpresa y una estruendosa ovación recompensó aquel magistral batacazo. El golpe y los rasguños que se produjo en la cara, le hicieron perder bastante tiempo en levantarse y retomar la cruz. Un hombre corpulento, vestido de samaritano, tuvo que ayudarle con vehemencia para proseguir el recorrido.

En la calle Bilbao, donde se producía la segunda caída, no cabía un alfiler. Muchas personas que habían asistido a la caída anterior, también querían presenciar la siguiente. Jesús avanzaba con paso lento y  los pies cubiertos de barro. Iba tan encorvado por el peso de la cruz, que su cara ensangrentada se acercaba cada vez más al suelo. Con inusitada fruición, se refrescaba con el agua de una esponja que le acercaban y comía los trozos de limón que una mujer le introducía en la boca. Con frecuencia, el samaritano le ayudaba ante las protestas y silbidos de parte del público.

Un par de metros antes del punto fatídico, el condenado levantó su mirada para comprobar la situación. Se detuvo un momento y, haciendo un esfuerzo supremo, avanzó tres pasos más hasta alcanzar un punto rojo pintado sobre el asfalto. Allí mismo cayó fulminado, quedando su cuerpo aprisionado por la enorme cruz. El samaritano acudió veloz en su ayuda, pero Jesús no se movía. Y, extrañamente, siguió inmóvil tras el colosal aplauso del público y los gritos de ánimo que se escuchaban desde todos los rincones. Las miradas de asombro y preocupación que se cruzaban entre los asistentes,  dieron paso a un sepulcral silencio que se apoderó de la multitud. Entonces recordé las palabras de Jesús, anticipándome que le vería morir con la cruz. Se le olvidó advertirme que también iba a  presenciar su mejor actuación.

1 comentario:

  1. Se me juntan varias historias que pueden converger en esta. Ahora bien, ninguna es en Bilbao.

    Si El Rey de los Judíos tenía en ese gran casino botellas preconstitucionales, lo mismo encuentro un sentido a todo esto.

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