«Estábamos esperando la primera dosis de cafeína de la mañana. Para visitar La Alhambra en agosto es necesario madrugar. Busqué al camarero y le hice una seña.
Enjuto, oscuro y serio salió pausado y nos envolvió con su mirada.
—Qué va a tomá?
—¡Ya era hora, tenemos prisa! Uno con leche, un cortado, un descafeinado, una manchada, uno doble, uno con hielo…
Giró impasible y se alejó con señorío de torero.
Descargó de la bandeja ocho cafés con leche y habló con la sabiduría de mil años de historia.
—Aquí tié lo café y repártanselo como quiera.»
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