De adolescente era redondita, rubia, de familia con abolengo. Conoció
en la calle al hijo de los dueños de una tienda de comestibles. Se
enamoraron. Sus padres y hermanos se opusieron, y ella se encontraba con
su novio en citas secretas como un comando terrorista. Él era un
caradura lo que no impedía que se quisieran. El cinco de cada mes
celebraban con regalos la fecha en la que se habían conocido. Los padres
de Mirabel le mandaron a Inglaterra para que se olvidara. Trabajó de
camarera en un salón de té. Aprendió a servir meriendas y a cortar
tartas sin desparramar la nata. Se casó con un escocés rarísimo que era
muy religioso, pero bebía y le pegaba. Una noche, Mirabel se marchó de
casa y se plantó sola en una oscura y lluviosa calle de Londres.
Consiguió trabajo de tendera y alquiló un apartamento en las afueras.
Iba y volvía del trabajo en metro; una hora de trayecto y quince paradas
la separaban mañana y tarde de su casa. Al llegar, se preparaba una
bandeja con una tortilla francesa y un yogurt y veía la televisión. Se
convirtió en una inglesa solitaria. Nunca se olvidó del novio con el que
tanto se había reído. Sus padres jamás volvieron a verla.
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