Probablemente, ese peluche era quien recibía las caricias que en otros tiempos iban destinadas a un ser de carne y hueso. El muñeco se dejaba hacer, pero no respondía. De sus ojos de cristal nunca salía una lágrima y esa estúpida mueca de media sonrisa que le cosieron en su día en la fábrica de juguetes, permanecía impasible.
Martina es parte del paisanaje de mi ciudad. Ella y sus colegas son inquilinos permanentes de las calles. Las aceras son como el pasillo de su casa, las fuentes públicas son sus baños y los bancos y asientos de plazas y parques, son sus sofás.
A menudo van hablando sin ningún interlocutor a su lado. Otras veces, vociferan sus reproches a todos los viandantes. He visto a alguno de ellos hacer un corte de mangas a una estatua después de haberle soltado una retahíla y no recibir contestación.
El peluche de Martina... el interlocutor invisible... la estatua inerte... los viandantes sordos y ciegos...
Sin respuestas... simplemente se sobrevive.
¡Perfecto! Y abrazo de Pedro...
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