jueves, 26 de abril de 2012

ARANTZA GORORDO: "Una vida y un cuento"

La niña Juana quería tanto a su pueblo que pensaba que era suyo. Cuando el trabajo de su padre obligó a la familia a irse lejos, comprobó que el verde no es el color de todos los campos, ni el gris el de todos los cielos. El mar, su ruido, su olor, había quedado muy lejos. Además, no entendía por qué en el nuevo colegio llamaban babi a la bata y trenca al tabardo. Tampoco le gustaba que no lloviera. Sintió tanto dolor al verse alejada de su pueblo que algo en la garganta, a ella le parecía un nudo, no la dejaba hablar. Por eso empezó a escribir: “Una pena me entristece / mi Vizcaya yo he perdido”, fueron sus primeros versos. 

La niña Juana se hizo mayor añorando el verde oscuro de su pueblo y se prometió volver algún día a buscarlo. Mientras tanto, la tierra amarilla, lisa y extensa —Castilla es ancha y plana como el pecho de un varón— rodeó y coloreó la vida de Juana. Fueron muchos años en los que se le fue el dolor de garganta, la pena y casi, casi la añoranza. Sin embargo, la vida es caprichosa, el trabajo la llevó de vuelta a sus orígenes. Creyó que ahora no sentiría el desarraigo. Ella regresaba. Pero había cambiado mucho y su tierra también. Sentirse extraña en cualquier situación no es agradable, pero en tu propia casa es triste; algo así vivió Juana y se puso un pañuelo para siempre en la garganta.

miércoles, 25 de abril de 2012

JOSÉ MARI ANGULO: "Vía crucis inacabado"

Paseaba por la calle Mayor rememorando tiempos pasados cuando me detuve frente al viejo Gran Casino, cerrado hace años. Recordé a Jesús, el dueño, con el que mantenía una buena amistad.

En el pueblo le llamaban “el rey de los judíos” y, como todos los motes, estaba muy bien puesto. Cuando regentaba la cafetería, la cantidad de las consumiciones menguaba al tiempo que subían los precios por momentos. Nunca existió cliente o amigo al que invitase a tomar algo. Jesús se enorgullecía del apodo porque lo atribuía, ingenuamente, a su papel en la procesión del Viernes Santo, donde todos los años representaba a Cristo en el camino a la crucifixión.  Su vida se centraba en la preparación de ese espectáculo. Llevaba varios años jubilado, pero mantenía un rígido programa de entrenamiento, intentando imitar al personaje. Seguía una estricta dieta vegetariana, combinada con una intensa preparación física. Incluso presumía de su virginidad. Practicaba el culto a su cuerpo, que gustaba exhibir públicamente por calles y paseos, ante las sonrisas de quienes le conocían.

Inesperadamente, apareció frente a mí “el rey de los judíos”. Vestía su acostumbrado atuendo formado por un bañador de los años 70 y zapatillas deportivas. El pecho y la espalda, curtidos por el aire, lucían un moreno exagerado. El pelo, rizado hasta los hombros, era canoso entremezclado con mechones de un rubio llamativo que evidenciaba el efecto del agua oxigenada. La carne tensa y vigorosa que tenía tiempo atrás, presentaba un aspecto flácido. 

—¡Estás como siempre, Jesús! En bañador y a seis grados de temperatura —le dije al saludarle.

—Chechu, seguro que has regresado al pueblo para verme morir con la cruz —contestó con orgullo.

—¡Por supuesto! Mañana estaré en primera fila. 
—No te lo pierdas. Con los años he conseguido vivir el calvario, en vez de representarlo.

Iniciaba la procesión una compañía de centuriones romanos que desfilaba al son de una banda de tambores y trompetas. Tras ellos  marchaba el condenado. Vestía una túnica blanca, ceñida al cuerpo por un cordón en la cintura. Descalzo y con una corona de espinas en la cabeza, Jesús, encorvado, sostenía entre sus manos una enorme cruz de madera que arrastraba con esfuerzo.

En la Plaza Nueva, lugar de la primera caída, se amontonaba un gentío ansioso de presenciar la interpretación del protagonista. Venía sudoroso y se tambaleaba al compás del redoble de los tambores. Su cara reflejaba cansancio y sus manos sujetaban con fuerza la cruz, como si temiese perderla. Al llegar al sitio establecido, simuló un tropezón, soltó la cruz y cayó de bruces sobre el empedrado. Varias mujeres lanzaron gritos de sorpresa y una estruendosa ovación recompensó aquel magistral batacazo. El golpe y los rasguños que se produjo en la cara, le hicieron perder bastante tiempo en levantarse y retomar la cruz. Un hombre corpulento, vestido de samaritano, tuvo que ayudarle con vehemencia para proseguir el recorrido.

En la calle Bilbao, donde se producía la segunda caída, no cabía un alfiler. Muchas personas que habían asistido a la caída anterior, también querían presenciar la siguiente. Jesús avanzaba con paso lento y  los pies cubiertos de barro. Iba tan encorvado por el peso de la cruz, que su cara ensangrentada se acercaba cada vez más al suelo. Con inusitada fruición, se refrescaba con el agua de una esponja que le acercaban y comía los trozos de limón que una mujer le introducía en la boca. Con frecuencia, el samaritano le ayudaba ante las protestas y silbidos de parte del público.

Un par de metros antes del punto fatídico, el condenado levantó su mirada para comprobar la situación. Se detuvo un momento y, haciendo un esfuerzo supremo, avanzó tres pasos más hasta alcanzar un punto rojo pintado sobre el asfalto. Allí mismo cayó fulminado, quedando su cuerpo aprisionado por la enorme cruz. El samaritano acudió veloz en su ayuda, pero Jesús no se movía. Y, extrañamente, siguió inmóvil tras el colosal aplauso del público y los gritos de ánimo que se escuchaban desde todos los rincones. Las miradas de asombro y preocupación que se cruzaban entre los asistentes,  dieron paso a un sepulcral silencio que se apoderó de la multitud. Entonces recordé las palabras de Jesús, anticipándome que le vería morir con la cruz. Se le olvidó advertirme que también iba a  presenciar su mejor actuación.

jueves, 19 de abril de 2012

PATRICIA MILLÁN: 'De mi no-familia, bichos y demás sentimientos'

El anuncio de televisión es un engaño. Los corderos son blancos un día, y al siguiente de nacer ya se han restregado por todos los arbustos, rocas y charcos de barro imaginables, y su lana se tinta de un amarillo indefinido, o más bien, definido pero poco decoroso. Al tacto distan bastante de ser algodonosos, tal vez lija de grano grueso sea un término más ajustado. Y a su paso dejan un olor que, mezclado con el estiércol de las vacas, podríamos definir como “Eau de campagne”. Porque el campo, a diferencia de lo que me quieren hacer creer esas gentes poseídas por un espíritu bucólico, no huele a flores, ni a rocío mañanero, sino a residuos animales y gasolina. Y puestos a elegir, me quedo con la gasolina de ciudad, sin acompañamiento.
En el pueblo no existe el concepto “moda”. O tal vez sí. Depende de a quién pregunte. La tía Felisa, chanchullera y aduladora, no deja de alabar mi vestido negro, con pequeñas flores grises salpicando la raída tela negra. No me molesto en replicar que si le gusta, es porque perteneció a mi madre, y antes que ella a mi abuela. Así que seguramente le encanta porque es un vestido de su época. Tampoco le explico que he destrozado un magnífico par de zapatos de salón color nude, ribeteados en dorado, sumergiéndolos en un maldito charco de barro nada más salir del coche, barro que ha salpicado un par de delicadas medias, y una falda que cuesta más de lo que ella podría gastar en un año en comida. No hago ostensible mi indignación al ver que, veinte años después, las calles siguen sin estar asfaltadas, pero sí cubiertas de esas pequeñas bolitas negras, símbolo de la prosperidad de todo pueblo ganadero que se precie, calculada en base a cabezas de ganado. Me callo que me he visto obligada a hurgar en armarios carcomidos con olor a alcanfor y humedad, hasta encontrar algo que no me importase destrozar en este maldito paraje aislado del mundo. Porque esto, esto no es mundo. Esto es un paréntesis entre ciudad y ciudad, entre civilización y civilización, un descuido que nadie se ha molestado en arreglar, por desconocimiento, por pereza, o por no saber qué utilidad se puede obtener de cuatro casas medio derruidas en un valle perdido.
La tía Felisa, ya que estoy, no es tía de nadie. Pero siempre la hemos llamado así los que parábamos por estos aledaños. En el pueblo, todos somos algo de alguien. A mí me han presentado como la nieta de Mili “la pocholi”, prima de Aquilina, sobrina de Amparo, biznieta de Concha, la mujer de Eloy, el que se fue allá por la época de Franco, vete tú a saber dónde, porque estaban a punto de darle de ostias. Si no bastasen las referencias familiares, soy la que vive en la casa grande, la de los ricos, la de la plaza, la del balcón que da al huerto de Sole (o peor aún, de la Sole), la de los bancos de piedra a la entrada. Soy la que estudió en Bilbao, la que de pequeña se rompió un brazo al caerse de la bicicleta frente a la cuesta que va a casa de Julián. Soy de todo, menos yo. No soy nadie y soy todos al mismo tiempo. Parece que de mi cuerpo surgieran hilos que me uniesen a cada uno de los individuos de mi no familia. Y cada vez que me veo obligada a asomar la cabeza por aquí, buscan nuevas conexiones que me aten no sólo a la gente de mi pueblo, sino también hacia los que viven en los pueblos de alrededor. Nunca he sido consciente de que mi familia fuera tan grande, pero dudo que ninguno se presente en mi funeral.
La peor consecuencia de que todos seamos familia, es que no hay necesidad de intimidad. Las puertas no se cierran jamás, y cualquiera puede aparecer a las ocho de la mañana en mi dormitorio para invitarme a dar un paseo por la vega. Aparecen a la hora de comer y se sirven del plato de jamón sin ser invitados, me cogen prestada la motosierra, la cazuela grande –que vienen mis nietos a comer y la mía es muy pequeña–, un par de zapatos –que tengo un funeral y los míos están destrozados–, lo que se tercie. Y como somos familia, y en familia hay confianza, y la confianza da asco, pueden permitirse no devolvérmelo hasta que se acuerden, o hasta que lo necesite y lo reclame, o nunca. Tal vez sean sus hijos los que se lo devuelvan a los míos algún día, después de haberlo encontrado por ahí tirado en una bodega sombría y llena de telas de araña.
En la ciudad hay cucarachas, moscas y mosquitos. En el campo también. Y además, una interminable retahíla de bichos varios en color, forma y modo de desplazamiento, que, a falta de una experiencia previa negativa, se creen que están por encima de mí en la pirámide evolutiva. La gran mayoría asquerosos, y el resto, de vivos colores, venenosos. A eso sumo el ganado, las aves salvajes y de corral, y un variado surtido de alimañas y roedores, y obtengo una experiencia similar a visitar un zoológico, pero sin monos y peor. El animal que más odio, al que me dan ganas de romperle el cuello cada mañana, es el gallo. Muy digno él, despertando con soberbia a todo ser viviente en kilómetros a la redonda. Teniendo sólo dos cometidos en la vida (cacarear y reproducirse), bien podría haber elegido otros horarios.
Despertarme en el pueblo es una sensación muy desagradable, porque tengo por delante horas de hastío que no sé con qué rellenar, así que opto por dormir mucho: me acuesto a las diez y me levanto a las doce. De esta forma sólo tengo que ocupar diez horas al día. Si resto hacer la comida y comer, quedan nueve. Explorar el desván, ocho. Leer, cinco. Emplearía una hora en bañarme si el agua no llegase directamente de la montaña, gélida, sin posibilidades de poner en marcha el maldito calentador. Así que sólo puedo rebajar unos diez minutos. El pelo me lo lavo con agua que caliento en la cazuela grande –que vienen mis nietos a comer y la mía es muy pequeña–, siempre que no me la hayan cogido prestada. Si no, en dos veces en la cazuela pequeña.
La única vez que pensé en darle al lugar una segunda oportunidad, y llevé mi mejor equipamiento de montaña, dispuesta a disfrutar de una florida primavera, nevó. Seis días encerrada en una cocina minúscula, con techos bajos que demuestran que las nuevas generaciones ganamos al menos en centímetros, si no en otras cosas. Al calor de un horno de leña, que me provocó un dolor de cabeza bastante notable, pero al menos no la muerte por asfixia.
Mi familia siempre me ha dicho que a los treinta aprendería a disfrutar del pueblo, sus paisajes, el sosiego. Me quedan seis meses y, o el golpe en la cabeza que me he de dar será muy fuerte, o dudo que el odio que me inspira termine de repente.

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